Yvonne Bagnis
Se despierta. Avienta las sábanas verdes hacia un lado y se levanta. Trae puesto su gorro azul debido al intenso frío de invierno y a su calvicie, y que además combina con los cuadros de su pijama. Va a la cocina y se dispone a prepararse un café. Pone a hervir agua, saca un café soluble corriente de la alacena, que es para el único que le alcanzó esta semana, y lo coloca sobre la barra. De pronto, siente que algo roza su pierna. Es su gata, Amelia, la fiel amiga que lo acompaña desde hace unos años. Buenos Días, le dice, y la gata se repega más a su pantorrilla. El agua hierve, la sirve en una taza, le agrega una cucharada de café y una y media de azúcar. Se va al sofá y prende la televisión. Se sienta con la esperanza de encontrar un programa de acción este domingo. No hay nada. Se conforma con ver los refritos de programas de los 80 o los 70 que había visto hace muchos años.
Termina su taza de café y las galletas que tomó de arriba del refrigerador. Se ha quedado dormido en el sofá nuevamente. Cruza los brazos sobre su pecho por costumbre y por el frío. Debajo de su papada está el control remoto, que diez años antes, sus hijas trataban de quitarle sin que él se diera cuenta para poder cambiarle de canal a la televisión. Nunca lograron hacerlo sin despertarlo, sin que sus ojos se abrieran y se notara un color rojo en ellos por el profundo sueño en el que papá estaba inmerso, y el cual, ellas creían se debía al enojo de querer quitarle el control. Imaginaban que ese rojo en los ojos era como de la furia de un ogro. Y que esos gruñidos que papá les daba se debían a la rabia retraída, y no a los ronquidos guardados en los pulmones llenos de humo de cigarro. El teléfono suena, lo despierta, pero quiere ignorarlo, no quiere contestar. El teléfono sigue repicando, ya son las 11 de la mañana, se espabila un poco y se acerca al identificador, ve el número y lo reconoce, es su hija la mayor, seguramente quiere invitarlo a comer o a desayunar, lo sigue oyendo repicar y sin embargo, sólo lo mira, no contesta. El teléfono se calla.
Hace semanas que Michel no contesta el teléfono, ignora su sonido y se le ha vuelto fácil hacerlo. No tiene ganas de salir y sólo se dedica a ir a trabajar y volver para encerrarse entre las paredes de su casa y perderse en la televisión.
Frente a él están sus libros. Todos los que ha leído más de una vez y que reconoce por su pasta, por el color y por su olor. Algunos se los llevó su hijo el menor cuando partió. Michel los mira, los revisa con la mirada, hace mucho que no lee un libro completo. Culpa a su vista cansada, pero en el fondo sabe que se debe a su apatía. Al desgane de los años y a su amargura. A penas rebasa los 50 y se ha vuelto un ermitaño. Vuelve otra vez la mirada a sus libros y de pronto observa algunos. Los libros de bolsillo que compró en sus viajes a Europa, en las centrales de camiones, en las estaciones de tren o en los aeropuertos. Qué hombre era en aquel entonces. Los viajes lo renovaban, se sentía pleno e interesante. Conocía diversos países y podía presumir de su cultura universal; podía entonces, compartir grandes pláticas y sentirse parte del mundo. Ahora, se sentía solo y sin mucho por decir. Observó otros y recordó los que habían sido un obsequio de sus amigos. Pocos. Tuvo muy pocos amigos. A ninguno lo conservó en la distancia ni al paso de los años. El semblante le cambió, una mezcla de tristeza, amargura y resignación se dibujaron en su rostro. Vio también el espacio vacío del librero, donde debían estar aquellos libros que se llevo su hijo. La colección completa de clásicos del Romanticismo, los que tanto le gustaban a la madre de Michel. Fue la única herencia que recibió de sus padres, “los libros y el apellido elegante”, como le decían sus hijos. Sí, libros y sólo en el apellido quedó el abolengo, pensaba Michel cada que escuchaba aquello. Su familia perteneció a una clase acomodada, al menos así lo recuerda Michel. Siempre asistieron a colegios donde les enseñaban tres lenguas distintas y salían de may hasta las 6. En esos colegios le habían inculcado el hábito de la lectura. Pero de aquella clase acomodada no quedó nada luego de la apoplejía que sufrió su padre. Del abolengo y la elegancia, sólo les quedó el apellido. Y ahora, tantos años y fracasos después, y tan lejos de su ciudad natal, Michel veía triste sus libros y en su mente se repetía, sólo nos quedo el apellido.
Cerró los ojos y volvió a cruzar los brazos, se acomodó nuevamente en el sofá, mientras su gata se acurrucaba sobre su estómago. Jaló una manta que siempre conserva sobre el reposet contiguo y se tapó. Volvió a dormir hasta el medio día. Soñó con los libros de Agatha Christie y las historias de estos crímenes. Tuvo la sensación de haber comprado por primera vez El último Magnate de Scott Fitzgerald. Y en algún momento su mente lo trasladó hasta el globo de Julio de Verne, cuando Michel aún era un niño inocente, que soñaba con ser un hombre grande y creador como los personajes de sus libros. Le pareció escuchar la voz de su padre que en francés le repetía un par de cosas y le pareció ver también a su mamá acomodando la vajilla de plata sobre la mesa, aquella, que después fue empeñada para pagar las colegiaturas del instituto. Su sueño era profundo. Michel era nuevamente un niño y veía como sus hermanas vestían ropas finas y conservaban aún su figura esbelta y su melena larga. Siguió soñando.
El sol de invierno pegándole en la cara lo despertó. Se incorporó y con pasos lentos caminó hasta su cuarto, tomó el canasto de la ropa sucia y salió al patio trasero. Separó la ropa de color oscuro y la de colores claros. Echo primero la ropa oscura en la lavadora, agregó jabón y un poco de líquido para mantener los colores vivos. Regresó a su cuarto y prendió la televisión. Las películas de permanencia voluntaria comenzarían. Buscó algo bueno en la tele y se sentó. Prendió un cigarro. Sin filtro. Hace muchos años que dejó de fumar tabacos con filtro, yo fumo por vicio no por status, decía. Lo aspira, lo expira y disfruta de su tabaco. La tos comienza, ésa que se había mantenido ligeramente escondida por la mañana, hace su aparición. “Te dará cáncer” le dice su hijo, pero a Michel no le importa. Mitiga su soledad con su tabaco. Y en el fondo, sabe, que su tabaquismo es una autodestrucción lenta que será justificada el día de su muerte y que no será juzgada durante su vida. Que nadie verá que ha dejado de vivir, o que las ganas de vivir se le han marchado hace muchos años y sigue haciéndole daño a su cuerpo para no hacer larga la agonía.
La lavadora suena. Michel sale al patio trasero a tender la ropa. Acomoda uno a uno los calcetines, busca sus pares y los acomoda uno al lado del otro, para que al descolgarlos sea mas fácil juntarlos. Echa la ropa clara en la lavadora, pone jabón y vuelve a su cuarto. Una película está por comenzar y aparenta ser buena. Michel le deja en ese canal y va a la cocina, saca un toper del refrigerador y lo mete al horno de microondas. Saca también las tortillas y pone el comal en la estufa. Calienta bastantes tortillas y el horno suena como listo. Ahora mete otro toper con frijoles al micro y sirve, del toper que ha sacado del horno, pollo con mole, agrega, luego de calentarlos, los frijoles, toma una servilleta, los cubiertos y se marcha a su cuarto. La película recién ha comenzado y Michel se acomoda para comer y verla.
Al terminar de comer coloca los platos en el buró y se recuesta en la cama. La película es un fiasco. Sin darse cuenta, Michel cierra los ojos y cae rendido nuevamente. Está agotado, del trabajo y de ser quien es. Agotado de la edad, de la soledad, del mismo hartazgo. Y vuelve soñar. Sueña con el teatro, con la música clásica que tanto disfrutaba, con la ópera que tanto le agradaba ver y con los eventos a los que siempre fue solo porque su esposa jamás quiso acompañarlo. Sueña con sus hijos de pequeños, con su exesposa aferrada a su compañía cuando aún lo quería. Sueña, con los amigos que olvido en la distancia, los viajes y las amantes.
La lavadora vuelve a hacer ruido y el sonido molesta sus sueños. Lo ignora y sigue durmiendo. Le gusta lo que sueña, le gusta lo que ve. Los perros de su infancia aún están vivos y hacen fiesta cuando lo ven llegar; sus padres están vivos; sueña con sus hijos que no se han ido y el Michel que estuvo vivo.
El teléfono vuelve a sonar. Repica y repica y el insistente sonido lo despierta nuevamente. Se voltea, acomoda su cabeza pegándola a la almohada contigua. Se niega a levantarse. El teléfono sigue repicando. Gruñe. El teléfono se calla. Se acomoda para seguir durmiendo pero recuerda que su ropa está en la lavadora. Se incorpora poco a poco y aletargado y, medio dormido, se levanta para tender la ropa. El teléfono suena de nuevo. Michel va hacia la sala para ver el identificador, vuelve a reconocer el número. Larga distancia. Es su hijo el menor, llama como cada domingo para saber cómo está su padre. Sabe que debe contestarle, que su hijo se preocupará si no lo hace, y seguramente llamará a sus hermanas para preguntar por él, y cuando la mayor le diga que ella tampoco lo encontró, llamará a su madre para preguntar si ella sabe algo de papá. Mas Michel no quiere contestar, no tiene ganas de hablar con nadie. De qué va a hablar, qué de nuevo contará, si su vida lleva años en pausa. Y decide, por primera vez en años, no contestarle a su hijo. Demasiados repiques hasta que el teléfono cesa de sonar.
Su gata maúlla, le exige comida, así que sobre su plato coloca un poco de croquetas y le lava el bote del agua y pone agua limpia. Sale nuevamente al patio para checar el estado de la ropa. Recoge la que ya está seca, la coloca en la cama, comienza a doblarla y la guarda en sus cajones. Lleva a la cocina sus trastes. Al pasar, observa el cuarto contiguo y ve su computadora, se detiene un momento, piensa en prenderla y abrir el messenger, suspira, decide no hacerlo, piensa que seguramente su hermana estará cateando desde la capital y le propondrá miles de negocios en los cuales invertir y perder el dinero que no tienen. No, su hermana no se ha resignado a que lo han perdido todo y que sólo nos ha quedado el apellido, se repite Michel. Piensa entonces, en abrir únicamente su correo. Luego recuerda que su hijo le marcó y al no encontrarlo debió haberle enviado un mail preguntando dónde estaba, y qué le respondería, que no quiso contestarle, que no quiere hablar con nadie porque siente que no tiene nada que decir. Agacha la mirada y camina hacia la cocina. Lava los trastes y guarda los topers en el refrigerador. Se sirve un vaso grande de agua y la bebe de jalón. Regresa a su cuarto y vuelve a sumergirse en la televisión.
Mas tarde el teléfono vuelve a sonar, esta vez Michel no se acerca a ver cuál es el número, lo deja sonar hasta que se cansen. Otra vez son sus hijos. Va al refrigerador y se sirve un vaso grande de leche y le coloca un poco a Amelia que descansa sobre su cama, y al ver que le sirven leche, corre, maúlla y se repega a la pantorrilla de Michel, mientras éste se toma un paquete de galletas.
La noche cae, Michel está cansado pero sabe, que como en cualquier otro domingo, el insomnio llegará a la hora marcada y no logrará dormir. Al fin logra cerrar los ojos mientras desea al siguiente día no despertar, como cada noche, como cada día. Y como otro lunes despertará sin ganas de hacerlo y para poder andar se preparará un café negro que lo ayudará a salir de casa con la rutina pegada a los pies y al corazón.
Luis Martin Ulloa
Diana Sofía Sanchez
Nylsa Martínez
Patricia Bazaldua
Cástulo Aceves
Yvonne Bagnis
Juan Antonio V.B.
Yolanda Gámez
Francisco Jalomo
Fecha/Envio Cuento |
Autor Cuento |
Fecha/Limite Tallerear |
14-Sep-06 |
Yolanda |
25-Sep-06 |
05-Oct-06 |
Nylsa |
16-Oct-06 |
19-Oct-06 |
Cástulo |
30-Oct-06 |
02-Nov-06 |
Yvonne |
13-Nov-06 |
16-Nov-06 |
Jalomo |
27-Nov-06 |
30-Nov-06 |
FIL |
* Posponer 8 dias |
07-Dic-06 |
Diana |
11-Ene-07 |
11-Ene-07 |
Luis Martin |
22-Ene-07 |
25-Ene-07 |
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05-Feb-07 |
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19-Feb-07 |
22-Feb-07 |
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08-Mar-07 |
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21-Mar-07 |
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05-Abr-07 |
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16-Abr-07 |
19-Abr-07 |
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31-May-07 |
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14-Jun-07 |
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28-Jun-07 |
Juan Antonio |
09-Jun-07 |
12-Jul-07 |
Juan Salvador |
23-Jul-07 |